Crítica: 'Muerte infinita' (y el privilegio, también)
‘Muerte infinita’, lo nuevo del director Brandon Cronenberg (‘Possessor’), presenta la máxima fantasía del privilegio económico
Uno de los aspectos más atractivos del horror corporal (o body horror) es su dimensión metafórica: grotescas mutaciones del cuerpo para representar la corrupción de la identidad, de la mente. Como referente obligado del subgénero habría que hablar de David Cronenberg, consagrado director de películas como La mosca. Y también, tanto por virtud de afinidad temática como de clara influencia filial, está su hijo, Brandon Cronenberg, cuyo tercer largometraje, Muerte infinita (Infinity Pool) se estrenó en México este 30 de marzo.
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Sin embargo, más allá del apellido y un mero interés en común por las transformaciones corporales, habría que separar a ambos cineastas. Donde Cronenberg padre –al menos en su filmografía inicial– parece más preocupado por la “infección” de la tecnología en la carne (véase Cuerpos invadidos, por ejemplo), Cronenberg hijo se interesa más en la invasión de identidades –facilitada por la tecnología– entre nosotros mismos.
En Possessor, su segunda película, Brandon explora la historia de una asesina a sueldo (Andrea Riseborough) al servicio de una organización con un peculiar método: un implante cerebral que permite a la sicaria invadir la mente de otra persona y utilizarla para perpetrar sus crímenes sin dejar rastro. Sin embargo, el peligro de perderse a sí misma en los otros está siempre latente.
Con Muerte infinita –estrenada en el pasado Festival de Sundance–, el director lleva esta idea a su límite, despojándose más de los elementos más comunes en el cine de su padre –el gore y la tecnología–, para aterrizar en un terreno más cercano al thriller y, sí, a la sátira social. Sin embargo, la elección de su protagonista diluye un tanto el sentimiento de fatalidad y tragedia presente en otras películas bajo la firma Cronenberg –suya o de su padre–.
¿De qué trata Muerte infinita?
En busca de inspiración para deshacer su “bloqueo de escritor”, el novelista James Foster (Alexander Skarsgård) pasa unas vacaciones en un lujoso resort en el ficticio país costero Li Tolqa, junto a su adinerada esposa, Em (Cleopatra Coleman). Su apática rutina de hastío mútuo es rota cuando aparecen Gabi (Mia Goth), una fanática del único libro que James ha publicado hasta ahora, y su esposo Alban (Jalil Lespert).
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A pesar de la evidente atracción entre James y Em, ambas parejas deciden pasar un día de campo juntos, viajando en un auto prestado. Sin embargo, conduciendo ebrio durante el viaje de regreso al resort, James atropella a un hombre, que muere en la carretera. Cuando es arrestado, descubre que el país resuelve tales crímenes por pena de muerte. Su destino es ser ejecutado por los familiares de la víctima.
Excepto que Li Tolqa tiene un peculiar convenio turístico con otros países: por una millonaria suma, los turistas que incurran en crímenes de pena de muerte podrán ser clonados, y ver cómo sus dobles son ejecutados en su lugar.
Habiendo engañado a la muerte, James vuelve al hotel, sólo para descubrir que esta peculiaridad “secreta” del país ya es bien conocida por Gabi, Alban y otro selecto grupo de ricachones, quienes no han dudado en aprovecharla para vendettas personales o simple y llana diversión. Así comienza una espiral destructiva para James, quien comienza a cuestionar su identidad y existencia.
¿Qué hacer con estos ricos?
Sobra decir que Muerte infinita presenta una idea tan macabra como existencial en mostrar a una persona presenciando su propia ejecución. Es, dicho de forma burda, una forma de encarar al protagonista consigo mismo, con su propia mortalidad y el valor de su propia vida.
Más allá de la imposibilidad de saber si él mismo es “el original” u otro clon –idea que es mencionada de paso en la película y después abandonada–, este hecho despierta cuestiones sobre el valor de nuestra propia vida. ¿Qué importa –y cuál es el límite– si existe la posibilidad de anular cualquier consecuencia por medio del dinero?
Muerte infinita plantea estos dilemas en su protagonista, primero arrastrado por el hedonismo nihilista y extremo de sus compañeros. Gracias al privilegio económico, Li Tolqa se convierte en un patio de juego para sus excesos más crueles, y los ciudadanos menos privilegiados son sus juguetes. Siempre que haya dinero, la ética y la moral son meros estorbos.
Cronenberg acierta al colocar a James al otro lado de la ecuación más pronto que tarde. Pero llegado ese punto, nos quedamos con antagonistas poco interesantes: no tienen nada que perder –ni siquiera su humanidad, a la que han renunciado por completo– y el dinero les compra cualquier clase de poder, sea político o sexual.
Es una trampa narrativa, pues queda poco qué decir en el discurso. Aún con sus evidentes influencias, Muerte infinita logra separar a Brandon Cronenberg de la sombra de David. Pero lo hace conduciéndonos hacia el abismo moral y espiritual atroz de los ricos y poderosos, del que podría no haber salida y en el que, al parecer, no tiene mucho caso gritar.
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Checa el tráiler de Muerte infinita:
Lalo Ortega es crítico de cine. Ha escrito para publicaciones como EMPIRE en español, Cine PREMIERE, La Estatuilla y más. Actualmente es editor en jefe de Filmelier.
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